Josef Mengele, el “Ángel de la muerte”, nazi que falleció en Sudamérica hace 41 años

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Bertioga, Estado de São Paulo, Brasil, 7 de febrero de 1979. El cabo Espedito Dias Romão se prepara para pasar el turno e ir a casa cuando atiende una llamada de emergencia. Al otro lado de la línea, alguien le avisaba de un cuerpo en la playa de la Ensenada. Al llegar al lugar, alrededor de las cuatro de la tarde, encuentra la zona desierta. En la arena, sólo están el bañista muerto y una pareja de austríacos, Wolfram y Liselotte Bossert.

“No había nada que pudiera hacer, ya había sido rescatado del agua sin vida”, recuerda Romão, hoy jubilado a los 72 años. “Por tratarse de una muerte súbita, creo que ha sido fulminante, pero no puedo garantizarlo”. La documentación presentada por Wolfram identifica al difunto como Wolfgang Gerhard, un austríaco de 54 años.

Sólo en 1985, Romão descubrirá que Gerhard era Josef Mengele: el hombre acusado de haber enviado a miles de prisioneros a la muerte en campos de concentración y de haber realizado experimentos en más de 3.000 gemelos. El verdadero Gerhard murió el 16 de diciembre de 1978 y fue sepultado en Graz, Austria, su tierra natal. Su nombre fue uno de los muchos pseudónimos que Mengele usó para vivir de incógnito después de la Segunda Guerra Mundial.

La lista de nombres falsos adoptados por Mengele es extensa e incluye, entre otros: Fritz Ullmann, Helmut Gregor y Fausto Rindón. Sólo en Brasil, fueron dos: Peter Hochbichler y Wolfgang Gerhard. “Nuestro país nunca fue una opción para Mengele debido a la presencia de indios y negros. En América del Sur, prefería Argentina porque, como tenía muchos alemanes y simpatizantes del nazismo, se sentía en casa”, explica el periodista e historiador Marcos Guterman, autor de “Nazis entre nosotros – Hitler después de la guerra” (2016).

“Mengele sólo huyó aquí porque temía ser capturado como Adolf Eichmann”, completa el historiador, refiriéndose a otro criminal de guerra capturado en mayo de 1960 en Argentina y ahorcado en junio de 1962 en Israel. Pocos días antes de la derrota en la Segunda Guerra Mundial, a los oficiales nazis sólo les quedaban tres decisiones: suicidio, prisión o intento de fuga.

El 17 de enero de 1945, cuando las tropas soviéticas estaban a 10 días de tomar Auschwitz, Mengele se decantó por la tercera opción. Bajo el pseudónimo de Fritz Ullmann, trabajó durante cuatro años en una plantación de papas en el sur de Alemania. En junio de 1949, se fue a Argentina, donde cambió nuevamente de identidad y se convirtió en Helmut Gregor. Cuando Alemania pidió su extradición, huyó a Uruguay. En 1959, emigró a Paraguay y dos años después a Brasil.

“Mengele era de familia rica, en Argentina y Paraguay contó con la ayuda de otros exoficiales nazis, llegó a ser dueño de una farmacéutica en Argentina, de donde sacaba un buen dinero”, relata Guterman. Josef Mengele nació en Günzburg, Alemania, el 16 de marzo de 1911. Su padre, Karl, era un rico industrial del ramo de equipos agrícolas. Pero, en lugar de asumir los negocios de la familia, prefirió estudiar medicina en Fráncfort.

Formado en 1938, fue admitido en Auschwitz cinco años después como coronel médico de la SS, la tropa de élite del régimen nazi. Allí ganó el título de “El ángel de la muerte”. “Mengele fue el más sádico y cruel de todos, como si estuviera jugando a ser Dios, sellaba el destino de los prisioneros que llegaban a Auschwitz. Mientras unos eran enviados al campo de trabajos forzados, otros eran arrojados a las cámaras de gas”, explica el periodista estadounidense Gerald Posner, autor de “Mengele: la historia completa” (2000).

Un tercer grupo, formado por gemelos, enanos y discapacitados, era usado como conejillos de indias de experimentos macabros en el pabellón bautizado “zoológico”. Sus investigaciones, que nada contribuyeron a la ciencia, consistían, entre otras atrocidades, en probar los límites del ser humano a temperaturas altísimas -como calderones de agua hirviendo- o inyectar cemento líquido en los úteros de las prisioneras para evaluar los efectos de la esterilización en masa.

En cuanto llegó a Brasil en 1961, Mengele pasó a llamarse Peter Hochbichler y fue a vivir en Nueva Europa, a 318 kilómetros de São Paulo. Por intermedio de Wolfgang Gerhard, un simpatizante de Hitler que vivía en el país desde 1948, fue presentado al matrimonio de Geza y Gitta Stammer. Como estaban buscando a alguien para administrar su hacienda de café, decidieron contratarlo. Un año después, se mudaron a Serra Negra.

“Era un lugar ideal para ocultarse”, dice el historiador Peter Burini, autor de “El ángel de la muerte en Sierra Negra” (2013). “Como los Stammer eran húngaros, Mengele se hizo conocido en la región como Pedro Hungarés, o simplemente, ‘Pedrón'”. Bajo el pretexto de observar pájaros, Mengele mandó construir una torre de unos seis metros de altura en el tejado del sitio. Con sus binoculares, pasaba horas allá arriba, vigilando a quien entraba y salía de la propiedad.

“Mengele estaba viviendo bajo una tensión constante. Estaba aterrorizado de ser capturado por agentes del Mossad, el servicio secreto de Israel”, dice el periodista francés Olivier Guez, autor de “La desaparición de Josef Mengele”. Y completa: “El pavor era tal que se dejó crecer el bigote, creía que nadie lo reconocería. El problema es que, de tanto masticar los hilos del bigote, se formó una bola de pelos en el estómago que lo obligó a hacerse una cirugía”.

Paranoico, Mengele raramente salía de casa. Pasaba los días recluido, leyendo Goethe y escuchando a Strauss. Cuando necesitaba ir a la ciudad, vestía capa y sombrero. No satisfecho, iba escoltado por una manada de perros que él mismo adiestró. La amistad con los Stammer llegó a su fin en 1975, cuando Geza descubrió que Mengele y su mujer tuvieron un amorío. Fue cuando el criminal de guerra más buscado de todos los tiempos se vio obligado a cambiar de dirección. De allí en adelante, deambuló por diversas ciudades brasileñas como Caieiras, Diadema y Embu.

Su último escondite fue la residencia de los Bossert, en el barrio del Brooklin, en São Paulo. En esa época, Gerhard necesitó regresar a Austria y dejó toda su documentación con Mengele. De salud frágil, el médico de Auschwitz se quejaba de insomnio, hipertensión y reumatismo. Por la noche, no iba a la cama sin esconder una vieja pistola Mauser, una semiautomática de origen alemán, bajo la almohada. Tenía sentido. Por su cabeza se ofrecía una recompensa estimada en US$3,4 millones.

En octubre de 1977, cuando vivía en la Carretera del Alvarenga, cerca de la represa Billings, Mengele recibió una visita inusitada: Rolf, su hijo. A lo largo de dos semanas, quiso oír del padre su versión sobre Auschwitz. En una entrevista con el programa The Phil Donahue Show del 17 de junio de 1986, Rolf Jenckel, hoy abogado en Múnich, Alemania, relata que en ningún momento su padre demostró culpa o remordimiento: “No admitió que hizo nada mal. Sólo que estaba cumpliendo órdenes”.

Bajo el nombre falso de Wolfgang Gerhard, el cuerpo de Mengele fue sepultado en el cementerio de Nuestra Señora del Rosario, en Embu das Artes. Probablemente estaría allí hasta hoy si, en mayo de 1985, la policía alemana no hubiese interceptado cartas de los Bossert dirigidas a Hans Sedlmeier, un antiguo trabajador de la familia Mengele. Las autoridades alemanas avisaron a la policía brasileña que, bajo la responsabilidad del superintendente de la Policía Federal en São Paulo, el delegado Romeu Tuma, resolvió hacer búsquedas en la residencia de la pareja y descubrió toda la verdad.

El cuerpo de Mengele fue exhumado y sus restos mortales examinados por el equipo del forense Daniel Romero Muñoz, entonces director del sector de antropología del Instituto Médico Legal. Su muerte, en julio de 1985, fue confirmada siete años después por un examen de ADN hecho en Inglaterra. Como el hijo nunca pidió el cuerpo del padre, su esqueleto es usado desde 2016 como material didáctico en clases de medicina forense de la universidad. Israel dio el caso por cerrado.

¿Cerrado? No para el historiador polaco naturalizado brasileño Henry Nekrycz. En “Mengele: la verdad salió” (1994), Ben Abraham, como es más conocido, sostiene que todo fue una estafa. El cuerpo enterrado en Brasil en 1985 no era del médico nazi sino de un simio. “Puedo entender que un sobreviviente del Holocausto como Ben Abraham no se conforme con que su verdugo, Mengele, haya muerto plácidamente en una playa de São Paulo sin pagar por los crímenes que cometió. Pero el hecho es que Mengele murió y fue enterrado en São Paulo. El resto es teoría de la conspiración”, advierte Guterman.

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